Hay un cansancio que no se quita durmiendo ocho horas. Ni con vacaciones, ni apagando la computadora el fin de semana.
Es un agotamiento distinto. Uno que se acumula en el pecho, justo detrás de la ansiedad de querer tener la razón o de necesitar que todo salga exactamente como lo planeamos. Es el cansancio de la resistencia. De vivir a la defensiva. De intentar, con una terquedad casi infantil, doblarle la mano a la realidad para que encaje en nuestros deseos.
Llega un momento de quiebre. No es necesariamente una crisis ruidosa, a veces es un suspiro largo un domingo por la tarde. Un instante de silencio donde una voz interna, muy bajita pero muy firme, dice: “Ya no puedo más”.
Y por primera vez, en lugar de asustarnos, sentimos alivio.
Siempre pensé que la espiritualidad llegaría como una calma instantánea. Como una luz blanca que borraría las dudas y me dejaría en paz. Pero la verdad ha sido más incómoda. La espiritualidad, al principio, se siente como una piedra en el zapato.
Llega como una claridad que duele. Son señales que te obligan a detenerte cuando tu inercia quiere seguir corriendo. Aprender a leer esas señales implica un golpe directo al ego, a esa parte de mí que se enorgullece de resolver problemas complejos, de “arreglar” situaciones, de ser el que tiene la respuesta.
Aceptar que la voluntad propia, esa que me ha servido para sacar proyectos, para estudiar, para avanzar, tiene un límite, es aterrador. Pero cruzar ese límite y seguir intentando controlar lo incontrolable ya no es tenacidad, es locura.
Rendirse conscientemente no es perder. No es debilidad. Entregar la voluntad a algo más grande, llámalo Dios, Universo, Conciencia o simplemente el flujo de la vida, es el acto de honestidad más brutal que he experimentado. Es admitir que mis mejores ideas me trajeron hasta este punto de confusión, y que quizás, solo quizás, necesito otra dirección.
Y en ese proceso, te das cuenta de que la soledad, aunque necesaria para reflexionar, es peligrosa para sanar.
Uno necesita espejos. Necesita acompañamiento. Tener a alguien con un poco más de perspectiva, que escuche no para darme la razón, sino para ayudarme a ver dónde me estoy mintiendo, cambia el juego. No busco a alguien que decida por mí, sino alguien que evite que me pierda en el laberinto de mi propia cabeza.
Caminar acompañado no me quita mérito, ordena mi fuerza.
Hoy intento practicar un agradecimiento distinto. No el de cortesía, sino el de aceptación radical. Agradecer lo bueno, claro, porque construyó lo que soy. Pero también agradecer lo difícil, porque me enseñó lo que no quería aprender. Y sobre todo, agradecer lo que no se dio. Esos planes que fallaron, esas puertas que se cerraron en la cara. Porque al final, fueron lo único que me obligó a crecer, a recalcular, a dejar de pelear.
El crecimiento, me voy dando cuenta, no siempre es velocidad. A veces crecer es detenerse. Hacer silencio. Orar aunque uno no sepa bien cómo. Y elegir, solo por hoy, actuar desde la conciencia y no desde la reacción.
Confiar en que soltar el control no es caer al vacío. Es, finalmente, dejarse sostener.
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